Gritos


La casa estaba en uno de los mejores sitios de la colonia. Construida en esquina, desde el segundo piso, la visión de F.D. era casi panorámica. El terreno era amplio: dos jardines, uno al frente y otro atrás (un hombre llegó a podar los árboles, ordenar las plantas, sembrar nuevos arbustos); un pasillo de acceso, paredes altas, seguridad las veinticuatro horas.
         F. D. recibió la llave y la guardó mientras el hombre, a partir de ese momento antiguo dueño de la casa, le daba algunas recomendaciones principalmente sobre el agua y la electricidad. Abandonó la casa pero volvió sobre sus pasos para hacer una última aclaración.
         —¿La señorita de bienes raíces le informó sobre el sótano?
         —Sí, me comentó... no hay problema.
         — Nos pareció terrorífico; a mi mujer, en particular. ¿A quién se le ocurre construir algo sin cableado eléctrico y sin ventanas? ¿A quién poner once escalones para hundirse concreto abajo? Uno de mis hijos quedó atrapado. Tenía cuatro o cinco años. Fueron momentos de angustia hasta que a mi mujer se le ocurrió buscar ahí. Mi hijo nunca escuchó nuestros gritos y aunque los hubiese escuchado, el sótano sólo se abre por fuera. Mi hijo encontró un buen lugar para dormir.
         — Toda una pesadilla.
         — Sí, así es, una pesadilla.
         En dos semanas la casa estaba ordenada. Todo, desde su perspectiva, ocupaba el lugar correcto: la estantería de barcos a escala, libros (relacionados con el arte de la navegación), sus pequeños placeres (discos, botellas de vino, películas, etc). ¿Cuál era la visión que los vecinos tenían sobre su persona? La de un hombre parco, huidizo, extraño.

*

Esa tarde llegó definitivamente cansando. Dejó su traje negro sobre la silla y cayó de bruces sobre la cama. Era la escena perfecta de un hombre que cortaba de tajo los compromisos del mundo para dejarse llevar como un barco en aguas tranquilas.
         —¿Qué demonios pasa? — dijo en el sobresalto.
         F. D. descubrió los gritos dentro del sueño y ahora, esos mismos gritos, lo obligaban a despertar. Eran gritos desgarradores, lastimosos. Salir del sueño de manera abrupta puso en el centro de su cabeza un zumbido, un estertor eléctrico. Miró por la ventana y vislumbró a la pareja de novios ocultándose en los árboles de la casa de enfrente.
         —¡Qué les pasa! ¿Qué no escuchan?
Sopor, confusión, aturdimiento, adjetivan de manera adecuada la escena. Los gritos rasgaban una y otra vez sus oídos; gritos venidos de todas partes. La pareja, en cambio, no se inmutaba. Nada interrumpió el juego carnal, nada aquellas manos buscando entre los pliegues.
         Los vecinos no escucharon nada, acaso la sirena de una ambulancia allá a lo lejos. Todo estaba intacto. El crimen y la delincuencia están allá, en otro lado, dijo doña Andrea. ¿Qué no ve que somos la zona más privilegiada de la ciudad?
         —Quizá lo que oyó fueron los ruidos del parque. Cuando los jóvenes salen de la escuela se reúnen en la plaza y ahí se quedan hasta muy avanzada la noche. Siempre lo hacen. Lo que usted escuchó fueron los gritos de esos jóvenes.
         Los días sucedieron uno a uno en la monotonía de los meses. El calor, el ajetreo de la ciudad. Los periódicos comenzaron a reportar desapariciones de jovencitas entre los catorce y diecisiete años. Sus cuerpos eran encontrados semanas después en terrenos, campos, construcciones abandonadas. La última jovencita fue encontrada en la parte honda de lo que fue un lago. F.D. leía con avidez las notas publicadas. ¿Acaso podía escuchar los gritos de aquellas mujeres mientras éstas eran salvajemente asesinadas?
         Los gritos volvieron cuando hojeaba una de sus revistas de barcos. Los gritos eran cada vez más fuertes, sin embargo, nadie se asomaba, nadie siquiera se dejaba ver entre las cortinas de las casas contiguas. El sonido lo hizo salir de la casa y pararse en medio de la calle. Los gritos cortaban sus entrañas.

*

Cuando despertó, los ojos de sus vecinos se fijaban impactados en los suyos. Había bullicio, conversaciones que no comprendía. Alguien le trajo un vaso de agua; alguien puso en una de sus manos un algodón con alcohol.
         —No me miren así, estoy bien— dijo.
         —Ya viene el médico en camino.
         —Simplemente se desplomó en medio de la calle— dijo doña Andrea, estremecida.
         —Estoy bien —dijo. Y F.D. se levantó como pudo, se despidió y cerró la puerta.
         —¡El médico viene en camino!

*

Los gritos desaparecieron cuando entró al sótano. La advertencia del antiguo dueño de la casa fue definitiva. La puerta permaneció semiabierta. El médico no encontró físicamente nada alarmante, no obstante, el desmayo lo obligaba a indagar más. Los gritos podían ser muchas cosas.
         Dentro del sótano era capaz de bucear en las profundidades de sus pensamientos. Una ligera presión en los oídos lo remontaba a ese viaje en barco hacia tierras muy lejanas. Un viaje imaginario, claro está. La vida, como a la mayoría de las personas, le mostró el rostro más amargo. La familia, el pasado, el presente, el futuro, son temas que no ameritaban ningún tipo de reflexión. ¿Qué podía decir si la vida con todas sus luces, con la risa de los otros, la algarabía de las estaciones, tenía una cara muy oscura?
         En la oficina, en las reuniones, en el círculo estrecho de sus amistades F.D. no encajó. Los gritos estaban ahí y las imágenes. Los periódicos seguían informando sobre las desapariciones, la televisión destinaba grandes reportajes para cubrir los casos. Jovencitas eran arrebatadas de las escuelas, de las calles, de las fiestas. F. D. dejaba el trabajo y volvía a casa con una prisa inusual; olvidó que toda casa requiere cuidados, que se deben pagar cuentas, que los árboles y las plantas requieren cuidados.
         —Repasemos, le dijo el detective de homicidios cuando escuchó la historia. Ellas, las jovencitas desaparecidas, están en su mente, usted puede verlas, puede incluso tocar la violencia con la que fueron sometidas. ¿Estoy en lo correcto?
         —Sí.
         —Según usted estamos a punto de descubrir a una víctima que le fue arrancada la mitad del cuerpo y ambas partes arrojadas a campo abierto.
         —¡Qué no escucha los gritos! ¡Ella está gritando! La piel de su cara se ha vuelto amarilla, y la herida, un tajo oscuro. Necesita cerrar los ojos para verla. ¡Ciérrelos!
         —Señor ¿Cuáles crímenes? ¿De qué habla? ¡Aquí nunca pasa nada! ¡Mire la tranquilidad que se respira entre los escritorios! ¿Mujeres asesinadas? ¡Usted está loco!
         Más hombres uniformados se acercan, lo califican de loco, lo arrojan a la calle.
         Los gritos seguían y percibía también el olor de la muerte. Su nariz captaba olor de la sangre, de los intestinos, de la carne putrefacta. ¿Cómo fue que regresó a casa? Tal vez cuando la cordura, esa poca cordura, se lo permitió. Quiso darse un baño, tirarse en la cama sucia. Lo hizo, un par de horas, un par de días. Los gritos, las imágenes y los olores, volvieron. Sobre todo los gritos, dolorosos, persistentes, desesperados. Estaba frente a aquellos cuerpos profanados, mutilados, colgados.
         Sus ojos se ajustaron a la oscuridad del sótano mientras descendía uno a uno los escalones. Dentro, era como estar en ese barco anhelado, en ese océano al que no llegaban los gritos ni las imágenes de la muerte. Recordó la historia sobre el hijo más pequeño del antiguo dueño, la pesadilla vivida a raíz del incidente, pero no le importó. Él dejó que poco a poco la luz que se filtraba desde la puerta se apagara.

Cuento publicado en Novelistik, correspondiente al mes de marzo. 

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