Maquinaciones del destino


No volveré a tocarte…Aquí, sobre la espalda de un combatiente que agoniza, 
acepto la derrota y esta imbécil nostalgia por el reino. 
Francisco Hernández

Ignoro cuáles son las razones que la llevan a una a cambiar de rumbo. ¿Será que ocurre cuando se deja de sentir, cuando nadie, absolutamente nadie nos dice después del amor: “mi vida, descansa”? A estas alturas, sería casi imposible recordar las palabras que se dicen después de ese largo jugueteo de los encuentros, a veces inesperados, a veces planeados de manera rigurosa: primero darle de comer a los gatos, ver el noticiero de las 10: 30 p.m., coincidir forzadamente en las caricias.

Sin más preámbulos tomo un nuevo rumbo. Renuncio al pasado y a su memoria. Allá, dejo a mis gatos, los libros donde Borges conjuraba en nombre de la pesadilla. Otra ciudad, otras calles, otra casa. Debo aprender de los nuevos ruidos que crecen sus pasillos, cada uno de los peldaños de la escalera; escalera hacia el cielo. Mis travesías, corrigiendo algún texto, leyendo las páginas de algunos de mis libros, tomando fotografías de antiguos edificios, están marcadas por la idea de alcanzar el cielo.

Salgo a la calle. De frente al aparador, nuevas imágenes suceden y el rostro se forma o se deforma en su propio reflejo. Mi rostro es un lago, un río; es San Juan de la Montaña. Vuelvo los ojos al aparador y los fulgores (el sol en mitad del cielo), me traen aquel escenario: el canto de los grillos, el mugir de las vacas, el acorde de la guitarra y la voz dulce de mi madre.

¿Quién iba a pensar que un día el amor se quebraría y tendría que tomar mis maletas, una calle, una casa desconocida? ¿Es esta una de las tantas maquinaciones del destino? O ¿el principio de una historia que se va, se escapa, como dice Antonio Tabucchi en uno de sus libros? La ciudad es un reflejo vivo sobre mi rostro. Habrá otro hombre que será mi sangre, mis huesos. Finalmente, ahora lo sé, la ruptura no fue con el amor. Hablo del incendio en la alcoba.

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