Rostros desaparecidos


No me gusta el tema de la muerte y, como todos, trato de evitarlo en la medida posible. Cuando no existía la comodidad actual que hace “soportable” el momento amargo, las estancias más amplias de las casas, se cubrían de velos color púrpura, velas o cirios en cada una de las esquinas del ataúd. El luto perfecto de la familia llegó, en muchas ocasiones, a aterrorizarme. La viuda -cuando se trataba de una viuda-, se cubría de negro y de lágrimas; un luto, por supuesto, que culminaba un año después de la partida del esposo. Los olores que se desprendían de las habitaciones, esa oscuridad, el murmullo de los rezos, son indescriptibles.

Los cortejos pasaban frente a mi casa. Yo los veía desde una de sus ventanas. La lentitud de la carrosa, el ataúd llevado en hombros, la familia, los amigos, los llantos, los gritos. Recuerdo aquí un pasaje de “El día de difuntos de 1836”, texto de costumbres de Mariano José de Larra, romántico español: “Dirigíanse las gentes por las calles en gran número y larga procesión, serpenteando de unas en otras como largas culebras...” Hay, también, en esos recuerdos, los sepelios que se tornaron crueles: ataúdes quebrados a filo de hacha para forzar su entrada en fosas pequeñísimas, o ataúdes casi abandonados, en gélidas salas de velación. Sin embargo, lo que origina este texto es un breve intento por reflexionar sobre la muerte, o la soledad que implica la muerte, tal como lo escribe Poe:

Tu alma, en la tumba de piedra gris,
estará a solas con sus tristes pensamientos.

He presenciado la muerte de muchos de mis familiares, amigos cercanos, compañeros de trabajo, periodistas, escritores. Por un lado, creo que la muerte es sólo un cambio en la manera de ser con los otros, de lo material a lo inmaterial o, simple y sencillamente, un cambio de misión. Insisto en ello, no obstante, los que han partido han dejado un vacío muy profundo; las fotografías, no me acercan en lo más mínimo, a sus rostros desaparecidos.

No sé cuándo las familias comenzaron a estar de acuerdo en dejar las cenizas de sus seres queridos en casa y continuar la vida. Una manera de no desprenderse de la persona, los recuerdos, su legado. Digo, entonces, que yo estaría de acuerdo en quedarme en casa, con los míos, escuchar ¿podré escuchar? sus conversaciones. Evitaría la soledad, lo frío de la lápida y la oscuridad. No sé estar a solas con mis pensamientos y, si lo estoy, me gustaría saber que los míos están tan cerca y son palpables. Ustedes podrán decir que hablo como si luego de la muerte conservara el cuerpo y la conciencia. Es una posibilidad, como lo es también la reencarnación, el paraíso o el infierno.

Otra reflexión: ¿cuántas personas desean desenterrar a sus padres, a sus hermanos, a sus esposos/as, para decir cuánto se arrepienten del silencio, del rencor, del odio; cuánto de la crueldad, de la desatención? Ese es otro de mis temores. La edad nos encierra y expresamos poco de lo que sentimos por el otro/los otros. Los niños expresan sin temor, libremente y sin ventaja, el cariño, la admiración, el amor; los adultos, en cambio, cada vez menos. La hora de la muerte nos vuelca hacia todas esas emociones, pero finalmente, hemos desaprovechado cada oportunidad. Vivimos otra forma de muerte: “¿Vais a ver a vuestros padres, escribe de Larra en el mismo documento, y a vuestros abuelos, cuando vosotros sois los muertos?”


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